La luz de su departamento se prendió como siempre, a las 5:45. Su figura deambuló frente a la ventana con la misma taza de café caliente. Desde hacia un mes y medio su vida se había convertido en la mía. Luego se deslizó como un ángel a lo que supongo era el baño.
Me senté en la vieja silla y prendí un cigarrillo. Durante la media hora siguiente, y como desde hacia un mes y medio, volví a contar el dinero: 250 mil, contantes y sonantes.
Controlé el reloj y me paré frente a la ventana y allí estaba, acababa de salir de su diaria ducha matinal y su húmeda cabellera caía sobre sus hombros. Se dirigió a su habitación, se vistió rápidamente; volvió al comedor, se colocó el abrigo y rodeó su cuello con una bufanda, tomó su cartera y varias carpetas que yacían desparramadas sobre su mesa. Parecía tan fría, como esa mañana, y sin embargo era tan bella. De cualquier manera, ese era el día, el día por el que la había estado vigilando un mes y medio y yo era un profesional, no debía fallar.
Pasadas las seis y media se dirigió a la puerta y apagó la luz. Al mismo tiempo tomé mi saco y salí de mi aposento. Aunque bajé por las escaleras pisé la calle antes que ella. Atravesó la puerta de su edificio y caminó con prisa hacia la estación del subte. Prendí otro cigarrillo y caminé sobre sus huellas.
A las siete y cuarto entró en la redacción, esa maldita redacción que la obsesionaba y que la llevó, a través de sus investigaciones e informes, a escribir el camino que culminaría en su fin.
Solamente la observé, me quedé de este lado del mundo, el sol comenzaba a salir.
La esperé en el bar de don Pepe, ubicado en la esquina de Corriente y Callao, y, como desde hacia un mes y medio, llegó alrededor de las diez y media. Se había recogido el pelo y traía puestos sus anteojos oscuros. Era tan bella, como aquella mañana, y sin embargo parecía tan fría.
Se sentó en la mesa de siempre y pidió su café: “Bien fuerte y sin azúcar”, dijo.
Desplegó la papelería que siempre la acompañaba y consultó su agenda. Algo parecía empezar a preocuparle. Yo sólo la observé y mi mano izquierda me cercioró que la 22 mm seguía ocupando el bolsillo de mi saco.
Revisó una y otra vez sus días organizados en esas hojas numeradas que la ataban. Quizás buscaba un espacio para agendar alguna nueva entrevista.
Don Pepe le sirvió el café, pero esta vez no levantó su cabeza para agradecerle y regalarle una sonrisa, esa sonrisa que iluminaba, la iluminaba. Parecía concentrada en su trabajo. Nunca había visto a una mujer tan enamorada de su profesión.
Su café se enfrió y durante la hora que permaneció allí, abrumada por sus papeles, en ningún momento sus manos rozaron la taza.
Once y media marcaba el reloj cuando tomó sus cosas, dejó un dinero sobre la mesa y saludó a don Pepe con un “Hasta mañana”.
Ni siquiera se percató de mi presencia y abandonó el bar para volver a su rutina. Y pensar que, desde hacia un mes y medio, la continuidad de su rutina estaba en mis manos.
Me paré pagué mi whisky a don Pepe, que ya comenzaba a tratarme como un amigo, y salí tras ella.
Caminó y cruzó las calles tranquila, parecía más relajada que lo habitual. Pero ese día no siguió el camino de siempre y eso comenzó a impacientarme: no sabía adónde se dirigía.
Al llegar a la Buenos Aires se detuvo y miró el reloj. Luego sus cabeza se movió a un lado y a otro, sus ojos parecían buscar a alguien. Pasados unos minutos se acercó un auto, un Scenic verde, del cual bajo un hombre alto, de pelo negro, vestido de traje y anteojos oscuros.
Se dirigió a ella como preguntándole el nombre y la hizo subir violentamente al coche.
Todo se había complicado, mis planes debían cambiar de dirección, mi trabajo tenía que terminar ese día. Yo era un profesional.
Subí a un taxi y los seguí. Los vidrios polarizados del Scenic me impedían ver que pasaba allí adentro.
Tomaron la ruta dos que va a Mar del Plata y luego, a la altura del km 600, bajaron por un camino de tierra. Allí hice detener al taxista, le pagué y le pedí que no hablara con nadie.
Comencé a correr y los ví entrar a un descampado. Me escondí tras unos pastizales y lo único que pude ver es la puerta del auto abriéndose y el cuerpo de ella cayendo en un charco de barro y agua.
Cuando los extraño se retiraron, me acerqué y pude comprobar que estaba muerta.
Aún sin vida era tan bella. La frescura de un ángel habitaba su rostro. Desde hacia un mes y medio su vida se había convertido en la mía. Pero nunca podría haber sido mía.
Yo era un profesional y debía terminar con mi trabajo para cobrar el dinero restante.
Saqué mi arma del bolsillo, apunté sin titubeos y descargué tres balas que se sumaron a la que le había quitado la vida atravesando su sien.
Y luego me dirigí a Tí, porque sé que eres el único misericordioso capaz de perdonar mis pecados. El único que conoce mi condición de ser humano débil. Y es que ella era tan bella que no sé si hubiera podido matarla.
viernes, 22 de junio de 2007
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